El pasado viernes, 4 de octubre, el presidente electo de Venezuela, Embajador Edmundo González Urrutia, ofreció una conferencia en La Toja, Galicia, España donde señalaba que la población venezolana vivía una obligada reclusión argumentando que “…a falta de una mejor palabra algunos han querido calificar como insilio, curioso vocablo, …que significa el exilio interior producto del miedo…la amenaza, la intimidación que conduce a la sociedad a mantener un forzado silencio …”.
El significado de esta palabra no me era desconocido y ya la había utilizado en una de mis publicaciones anteriores, refiriéndome al “exilio interior o reclusión forzada dentro de las fronteras nacionales” de la población que permanecía en Venezuela. Es decir, aunque permanezcamos físicamente en nuestro país de origen, razones asociadas al ejercicio del poder, nos obligan a vivir en una especie de reclusión psicológica, cultural o política como resultado del terrorismo de estado, la censura, las leyes restrictivas y la represión de la oposición política.
Entendido de esta manera, el insilio se manifiesta en la desconexión de los “insiliados” de la vida pública y social. La represión y el miedo que impone el régimen genera un ambiente donde el aislamiento social es la respuesta ante el riesgo de participar abiertamente en actividades políticas, culturales o económicas.
Cuando un régimen ejerce el terrorismo de Estado, el miedo se convierte en el hilo que teje la vida cotidiana. La presencia constante de la policía, el ejército y fuerzas paramilitares crea un ambiente en el que el control y la represión son la norma, y la libertad un anhelo lejano. Bajo estas condiciones, las personas comienzan a experimentar el insilio, una forma de exilio interior que, aunque invisible, es profundamente real.
La reclusión en los hogares o espacios privados, una limitada interacción social, y apartarse de la vida pública, se convierten en mecanismos mediante los cuales las personas nos autocensuramos por temor a las represalias.
Ciudades que en el pasado eran bulliciosas con una vida social, política y cultural se convierten en espacios vacíos. La población, temerosa de expresar opiniones o de involucrarse en actividades sociales o políticas, se oculta en la rutina diaria, donde el trabajo, la economía y la vida pública quedan subordinados al miedo. La normalización de este sentimiento sofoca las esperanzas de cambio y el país parece detenido, como si el tiempo se hubiera congelado en un estado de vigilancia permanente.
El resultado es una nación donde la gente sobrevive, pero no vive; un país donde la libertad de pensamiento ha sido reemplazada por la vigilancia y donde el terror no solo lleva al silencio de una persona, sino al silencio de una sociedad entera.
A modo de cierre
Sentirse afuera aun estando dentro, en mi opinión, es también un desplazamiento forzado, sin uno moverse de lugar, se siente marginado, expulsado de sus espacios cotidianos y de sus redes familiares y de amigos, además de confinado en los limites de su propio hogar. Sentimientos y vivencias compartidas con aquellos que salieron obligados del país, pero en el caso del insilio sin movilidad hacia el extranjero, sin movernos de nuestra casa, ni de nuestra comunidad, obligados por el miedo generado por la represión a los derechos y libertades individuales.
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Osofeliz Editores
Emilio Osorio Álvarez
Profesor Titular, Escuela de Sociología, Facultad de Ciencias Económicas (FACES) y Sociales de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Post Doctor y Doctor en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Master en Ciencias Demográficas, Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico (UPR). Sociólogo de la Universidad de Puerto Rico (UPR).